lunes, 21 de mayo de 2007

La 1ª borrachera

Quién no se ha emborrachado alguna vez? Y más de una, diría yo! Pero de otras veces quizá no te queden recuerdos tan nítidos como de la 1ª vez. Esa 1ª vez nunca se olvida, así como nunca se olvida el 1er beso a una chica, la 1ª vez que un amigo te vomita en un coche que te habían prestado, la 1ª vez que te echan de un McDonald’s por quedarte en calzoncillos o la 1ª vez que ... en fin! Que hay pasajes de tu vida que los recordarás siempre.

Sobre este tema es distinta la reacción de los padres a la tuya. Dentro de los padres podemos distinguir claramente dos corrientes bien diferenciadas y distanciadas la una de la otra dentro de la doctrina. Veamos ...
A) Están aquellos que cuando se percatan que es tu 1ª borrachera te abroncan hasta la extenuación. Quizá no sea la mejor manera de hacértelo ver porque en ese momento estás que no te enteras de nada en absoluto y que todo te da igual. Aún sientes los bafles de la discoteca retumbando dentro de tus oídos y no percibes ningún sentido correctamente, por lo que te importa poco lo que te griten, chillen o digan porque lo único que quieres es vomitar e irte a dormir. Ellos también lo saben, pero es una forma de desahogarse.
B) Por otro lado están los que te dejan con tu borrachera tranquilo y que la pases tú solito y aprendas la lección. También te dirán 4 cosas bien dichas, pero prefieren que estés en plenitud de sentidos para que te cale más hondo lo que te van a decir.

Sin embargo es común a todos ellos el “qué hemos hecho mal?” “en qué nos hemos equivocado?” “sabías tú que el niño bebía y no me has dicho nada?” “es la primera vez o ha habido antes otras y no nos hemos dado cuenta?” “y ahora qué hacemos con él? Le prohibimos salir más con esos amigos que le emborrachan y le van a llevar por el camino de la amargura?” “si ya te decía yo que no le convenían esas amistades”...

Y nuestra reacción? En todos es la misma. No te apetece un cuerno llegar a casa y que te echen la bronca. Bastante tienes con lo tuyo como para recibir en ese momento consejos de nadie. Sobre todo y muy probablemente porque a quien te los da le habrá pasado también alguna vez en su vida. Además, los consejos ya te los das tú, como el “no volveré a beber en la vida” “a ese sitio no vuelvo nunca más porque dan garrafón” “tenía que haber cenado más” “malditos chupitos!” “la culpa es de Juan por haberme invitado a la 8ª copa cuando yo no quería” ...

Intentas llegar a casa sin hacer ruido para que nadie se entere pero es imposible. La primera ya la lías en la puerta para meter la llave y conseguir abrirla. Porque cerrarla, lo que se dice cerrarla, es fácil ... de un portazo!. No percibes bien los sentidos y las distancias y eso te provoca que te vayas golpeando con toda clase de objetos que hay de camino a tu cuarto. Como te encuentres a algún familiar despierto (o que le has despertado) es la perdición. Le gritas que buenas noches. Estás acostumbrado a dar voces a tus amigos a 1 cm del oído porque es imposible escucharse en la discoteca y aquí no percibes el volumen empleado.

Yo me acuerdo de la 1ª vez. Tenía apenas 17 años y era de las primeras veces que iba a una discoteca. Hasta entonces no había salido mucho con los amigos de bares por la noche y mucho menos había bebido alcohol.

Aunque llevaba moto, no era muy consciente de lo que hacía porque al principio bebía y no subía. Bebía y bebía y volvía a beber y no pasaba nada. En esos momentos haces todo tipo de combinaciones con los alcoholes de mayor graduación pero como te sabe a golosina por culpa del refresco te crees que lo de las borracheras es un mito urbano que se han inventado los padres para que no salgas de casa por la noche y ellos estar más tranquilos. Y no, no es ningún mito urbano.

No debí tomar más de 3 o 4 copas y aquello ya empezó a tomar cuerpo y hacer efecto. Dicen que toda borrachera pasa por una serie de etapas antes de llegar al bajón final, como la del contentillo, exaltación de la amistad, el querer invitar a todos ... aquello empezó a ir tan rápido que me debí saltar más de un paso y llegué directamente al bajón. Algunos tienen borracheras graciosas, otros son pesados de narices y a otros les da el bajón al momento. Yo soy de estos últimos. Me doy cuenta de lo que me está pasando pero ya no hay solución, así que intento estar lo más lúcido posible dentro de la poca lucidez que tuve antes por llegar a ese estado.

Antes de ir aquello a más, decidí irme. Javi se empeñó en acompañarme pese a yo insistirle que si me daba un golpe en moto prefería ir solo. Se empeñó en venir conmigo, no sé si porque no se fiaba de mi estado y quería vigilarme o porque ya no tenía un duro para un taxi o autobús y no le apetecía hacer autostop por la Castellana para volver a casa. El caso es que volvió conmigo y menos mal que lo hizo porque si no estas líneas no las hubiese podido escribir. Me salvó de una buena.

Por suerte la entrada en casa fue mejor de lo que esperaba y nadie notó nada (o eso creo), pero la noche fue dura. Me tumbé en la cama y todo daba vueltas. Sientes como el techo de la habitación sube y baja y el resto de muebles de la misma da vueltas a tu alrededor. Intenté estabilizarme y tomar una referencia con el viejo truco de tocar el suelo, pero fallé. O no, según como se mire. En vez de probar con el pie probé con la mano y, como ya sabemos que pierdes las referencias, me vencí demasiado a un lado de la cama y caí rodando por el suelo. Esa noche alterné suelo, cama y baño varias veces, según me daba.

A la mañana siguiente me llaman los amigos a casa para ver mi estado y que nos vayamos al chalet de mis padres en la sierra a pasar el día. Pienso que lo de preocuparse por mi estado era una excusa, solo querían reírse de cómo estaba e ir a pasar un día al campo. Al no haber teléfonos móviles, la llamada era al fijo de casa, con el consiguiente recado que te transmite quien ha cogido la llamada. Ahí mi hermano se dio cuenta que mi estado no era el normal. No me apetecía lo más mínimo moverme ni para respirar, pero pensé que era mejor que no me vieran así mis padres y acepté. La única condición es que subieran a casa a recogerme porque yo solo no llegaba ni a la puerta de la habitación.

Después de no tener muy claro si pude ducharme o no, pensar que mi dolor de estómago era por hambre y desayunar tostadas, aún con el sello en el brazo que te ponen en la puerta de la discoteca cuando entras y sales varias veces para tomar aire, balbuceando al tener la boca seca y pastosa de la deshidratación y apestando a alcohol propio y tabaco ajeno les digo a mis padres que las aceitunas del día anterior me sentaron un poco mal y que me subo a la sierra a pasar el día. Mis amigos me encontraron donde les dije, tirado en la cama.

Íbamos los mismos 4 de la noche anterior en el coche del padre de dos de ellos y ya sabemos como es esto. Amistad sí, de toda la vida, pero como le manchara el coche al padre de mis amigos me podía dar por muerto. Ya casi lo estaba o esa era la sensación que tenía, pero me amenazaron tanto con lo que me podía pasar si vomitaba en el coche que hasta pensé que mi estado de salud era espectacular.

No es que yo aquel día viera todo negro, que es probable que así fuera, sino que pocas veces he visto un día tan malo como aquel para ir a la sierra. Fue subir al coche y ver el horizonte negro como el betún. Ni en estado pletórico hubiese subido porque era jugarse la vida con una descarga eléctrica, pero daba igual que yo lo dijera porque la contestación era siempre la misma: Rafa, prefieres que tus padres te vean así?. Venga, va, sigamos! Que un rayo nos puede venir bien para hacer el fuego de la barbacoa! -respondía yo-.

Ataviado con el kit de superviviencia que te facilitan en estos casos, véase una minúscula bolsa de plástico para vomitar dentro, me empecé a encontrar mal por momentos. Suerte que la dichosa bolsa era pequeña porque si no me veía con la cabeza entera metida dentro por si fallaba y manchaba fuera. Apenas estábamos por la Universidad Autónoma cuando yo ya no despegaba la cabeza de la bolsa. Notaba como me iba encorvando poco a poco y no podía remediarlo. La respiración era entrecortada, jadeante. Los pies y manos se me estaban agarrotando hasta tal punto que casi ni podía sujetar la bolsa. Yo no dejaba de decirles que por favor pararan, que no me estaba encontrando bien, pero nada, verme así les resultaba más gracioso que otra cosa. Tranquilo, si ahí hay un microclima en tu pueblo, me decían. Ya verás como ahí te sientes mejor ... ves, ves ese rayo de luz, es que está abriendo. Y qué narices iba a ver yo si apenas me dejaban sacar la cabeza de la bolsa!!! Lo que veía era el logo de El Corte Inglés en verde y blanco y poco más.

Pero la cosa se iba complicando poquito a poco. Llegó un momento en que ya no podía ni sostener la bolsa entre las manos. Estaba completamente encorvado sobre el asiento trasero del coche, hecho un ovillo, pálido como una pared blanca, las manos retorcidas hacia adentro con todos los músculos en tensión, los dedos no podía abrirlos y se me caía la bolsa de plástico, no podía con su peso. Le gritaba a Javi que me sujetara la bolsa que yo no podía con ella y empezó a darse cuenta de la situación después de colocármela 3 o 4 veces y que no iba en broma, que me la ponía entre las manos y al abrirme los dedos se me volvían a cerrar solos al instante. Los brazos los tenía como Conan, tensos y duros como el campeón del mundo de culturismo. Yo sólo gritaba una y otra vez que me había quedado así, que me había quedado tonto, que miraran mis manos que no podía controlar mi cuerpo.

Por fin paramos en mitad de la carretera en un pequeño camino que había antes de llegar a Colmenar. Ya nadie se reía en ese coche. Ya nadie hacía bromas sobre mi estado ni la resaca que tenía. Ya nadie eludía el colocarme la bolsa entre las manos para vomitar. Ahora sólo se me oía a mi gritar que me he quedado tonto, que me he quedado tonto! Que no puedo abrir las manos! Que me he quedado así de por vida! ... Mis amigos me intentaban dar un masaje en los brazos para relajarlos pero nada, no servía de nada, estaban tan tensos que yo casi ni los sentía. Sólo veía como una y otra vez me abrían los dedos y estos volvían a retorcerse hacia dentro al instante.

Decidieron sacarme del coche a tomar el aire. Digo sacarme porque yo era incapaz de moverme. Entre dos de ellos me pusieron pie a tierra y me sacaron como un ovillo. Casi salgo rodando del coche. Estaba tan encogido que parecía un chimpancé andando sobre las 4 extremidades, más retorcido que un contorsionista antes de meterse en la urna de cristal. Ya no necesitaba la bolsa de plástico porque no estaba centro del coche. Dos amigos me sujetaban por los brazos mientras intentaba andar. Los primeros pasos fueron como aprender a andar de nuevo. No sentía el suelo al pisarlo, sólo que parecía que llevaba 100 kilos de peso en cada pierna de lo que me costaba arrastrarlas.

Poco a poco los músculos se iban relajando y tras unos 200 metros de paseo en estas circunstancias parecía que volvía a sentirme. Me empezaba a enderezar de nuevo, ya levantaba los pies al andar y, lo más importante, mi auténtica preocupación, los dedos, las manos se volvían a abrir! No porque yo lo hiciera por mi esfuerzo, no, pero daba igual, el caso es que volvían a su posición abierta. Ya luego me preocuparía de abrirlos y cerrarlos yo según me diera la gana, pero ahora dejaban de estar retorcidos hacia adentro.

Durante unos 15 minutos estuvimos ahí parados intentando volver a la vida, intentando sentir mi cuerpo y respirando con normalidad. El día no era como para salir a pasear, pero me daba igual, hasta me hubiese gustado que lloviera en aquel momento para poder sentir el agua.

La cosa se había puesto tan seria que decidimos regresar. Dimos la vuelta en cuanto pudimos y volvimos a Madrid. Después de aquello el ambiente era un poco tenso por los nervios vividos y, si me volvía a pasar, mejor en mi casa con la familia. Eso sí, como aún no había vomitado la maldita bolsita de plástico, que ahora ya podía sujertarla de nuevo por mis propios medios, ahí, bien agarradita entre mis manos por si se me ocurría hacer la gracia en el camino de vuelta. Y al final la usé al entrar en el garaje. Esas rebanadas de pan bimbo del desayuno acompañadas de agua no me dieron el resultado esperado. No era el día apropiado para un desayuno copioso y por poco necesito otra bolsita porque aquella no daba más de sí. Ahora casi no podía sujetarla y no era precisamente porque mis manos volvieran a estar otra vez como muñones, sino por el peso de la misma.

Me acompañaron a casa y ahí que me quedé. Ya no podía disimular más y la excusa de que hacía mal día y por eso regresábamos no se la creía nadie. No porque no fuera verdad lo del día, sino porque se veía antes de salir de casa. Así que sin contar el caminito en coche, les dije que me pasé con las copas la noche anterior. Que no sabía cuál era mi límite pero lo descubrí pronto.

Y claro, estuve el fin de semana entero deambulando por casa entre la cama, el baño y el sofá. Las risas de los hermanos mayores no tardaron en llegar, pero no te queda más remedio que asumirlas sin rechistar. Mis padres optaron por la opción B), la de no agobiar en ese momento y con un simple, “esto es lo que te pasa por beber más de la cuenta, así aprenderás”, se reservaron para mejor momento. Y lo agradecí.

Desde entonces, ya no he vuelto a respirar dentro de una bolsa de plástico.

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